Por: Giovanni Calderón Bassi / Director Ejecutivo Agencia de Sustentabilidad y Cambio Climático – Corfo
Hace sólo diez años, el 22 de abril de 2009, Naciones Unidas declaró esta fecha como el Día Internacional de la Madre Tierra. Ni la fecha ni el nombre son casuales. El 22 de abril ya era celebrado, al menos en Estados Unidos, como el Día de la Tierra desde 1970. Y el nombre, “Madre Tierra”, fue adoptado por la ONU, según sus propias palabras, reconociendo que Madre Tierra es una expresión común utilizada para referirse al planeta en diversos países y regiones, demostrando la interdependencia entre los seres humanos, las demás especies vivas y el planeta mismo.
Como siempre, fue el mundo académico, profesores y alumnos de universidades y liceos, los que pusieron sobre el tapete público la necesidad de hacer conciencia acerca de los efectos de la acción del hombre sobre el planeta, y de cómo eso podía poner en riesgo la subsistencia de la propia especie humana.
El primer promotor de esta efeméride fue Gaylord Nelson, un senador estadounidense que convocó a una manifestación precisamente el 22 de abril de 1970, para exigir a las autoridades de gobierno la creación de una agencia ambiental. En la convocatoria participaron estudiantes de, ni más ni menos, dos mil universidades, diez mil escuelas primarias y secundarias y centenares de comunidades.
El objetivo no era sólo plantear una demanda concreta a los políticos de la época, sino mucho más allá, hacer conciencia en toda la población sobre los problemas que, ya por entonces, estaban produciendo la sobrepoblación, la contaminación y la falta de conservación de la biodiversidad.
En un mundo dominado por el individualismo, se trataba de mostrar cómo todo lo que habita el planeta se encuentra interconectado y forma un solo ecosistema complejo, en que los comportamientos individuales provocan consecuencias para todos.
De ahí en más, el mundo político no pudo continuar desoyendo las voces de las personas que comenzaban a percibir en sus vidas cotidianas los efectos de un desarrollo económico que no consideraba los límites que nos impone la naturaleza.
Se empezaba a hacer escuchar una sociedad que tomaba conciencia de la necesidad de una acción colectiva, global, para asegurar el progreso de la especie, no sólo en el presente, sino de manera sostenible en el tiempo.
Desde entonces, se sucedieron cumbres y conferencias mundiales, que llevaron a la Convención Marco Naciones Unidas sobre Cambio Climático, de cuyo seno surgieron el Protocolo de Kyoto y el Acuerdo de París. La implementación de este acuerdo, será el centro de la discusión de la COP 25 que tendrá lugar este año en Chile.
Mientras los especialistas nos dicen que el aumento de la temperatura en Chile es implacable y sostenido en las últimas décadas, aún escuchamos voces que niegan el impacto de la acción humana en el planeta o que critican el costo financiero de un encuentro mundial, como la COP 25 en Chile, que es urgente para pasar de las palabras a la acción en el compromiso de los países para disminuir sus emisiones de gases de efecto invernadero.
Por eso, como dijo Cristian Huepe, el físico teórico chileno especialista en sistemas complejos que ha estudiado en detalle el fenómeno de la pos-verdad, debemos dejar atrás la idea de que las cosas son siempre simples y de que los problemas serán siempre decididos por algún tipo de autoridad.
Debemos abandonar la mística sin razón. Las soluciones simples para problemas complejos. La sociedad debe volver a exigir que los argumentos políticos se basen en la realidad medible y no en lo que un grupo que se aísla del resto, siente que es la verdad.
De lo contrario, heredaremos a las generaciones futuras un mundo fragmentado, un mundo dividido en muchas pequeñas realidades, alienado de su relación con el entorno y la naturaleza, incapaz de comprender las consecuencias sistémicas de sus acciones.
En este Día Internacional de la Madre Tierra, el llamado es a la acción colectiva e individual. A avanzar del discurso al cambio de conducta. A no esperar que las soluciones vengan desde la política y la economía, sino a generar desde nuestros comportamientos cotidianos de consumo, las fuerzas que impulsen el cambio en las estructuras.